Hay una reina de España, la emperatriz Isabel de Portugal, que destaca sobremanera por su belleza y por sus cualidades morales. Una mujer educada, culta y cariñosa, que acabó casada con el poderoso señor de Europa Carlos V, nieto de los Reyes Católicos e hijo de Juana la Loca. Una portuguesa, descendiente de los Reyes Católicos también, que hace muchos años contrajo matrimonio en el especial escenario del Alcázar de Sevilla –el 11 de marzo de 1526- ante una corte impresionada por su belleza y su elegancia. Con sus 23
años conquistó a la corte y a los súbditos que pudieron conocerla en sus recorridos por el reino. Una mujer además rica, que aportaba al matrimonio una dote de 900.000 doblas de oro mientras su esposo –y primo hermano suyo- sólo pudo aportar 300.000 dobles, un tercio y con mucho esfuerzo. El acto de los esponsales tuvo lugar en el actual Salón de Embajadores, y el emperador tras oir misa –oficiada ese mismo sábado de Pasión por el arzobispo de Toledo-, pasó al aposento de la emperatriz y, como cuentan los cronistas “se acostó la emperatriz, é desque fué acostada, pasó el emperador á consumar el matrimonio como católico príncipe”. Las fiestas duraron varios días y la reina quedó embarazada en su estancia en Granada, razón por la cual el emperador Carlos ordenó plantar unas flores persas que se convertirán en uno de los símbolos peninsulares: los claveles. Esta mujer acabó cautivando al pueblo español y especialmente a su marido el emperador que, tras su muerte en 1539, se quedó destrozado y ya no levantó cabeza.